
Los primeros días
Los primeros días de duelo para mi que perdí a mi hijo son una montaña rusa de emociones desgarradoras. Cada rincón de la casa me recuerda su risa y su energía vibrante, dejándome atrapada entre recuerdos y un dolor insoportable. Me sentí perdida, como si el mundo exterior continuara girando mientras mi realidad se había detenido. Los momentos de calma son interrumpidos por oleadas de llanto y desesperación, y la simple idea de seguir adelante se siente como una carga pesada. Sin embargo, en medio del sufrimiento, también surgen momentos de unión entre nosotros, donde compartimos los sentimientos más profundos, buscando consuelo en sus buenos recuerdos. Atrapada en mi tristeza, cada día es un desafío, y no hay palabras que puedan aliviar el vacío que ha dejado en mi corazón.
Recuerdos Eternos


Una de las cosas que hice fue un álbum de fotos de su vida.
Fue breve pero dejó una huella imborrable en los corazones de quienes lo conocieron. Desde su nacimiento, las imágenes capturan momentos de alegría y descubrimiento: las primeras sonrisas, sus primeros pasos, y los juegos en el parque. Los retratos familiares reflejan amor y felicidad, mientras que cada página desarrolla un collage de aventuras y risas. A medida que mi hijo creció, los recuerdos serian más entrañables; su pasatiempo favorito, los cumpleaños llenos de color y esos días soleados en la playa. Cada foto está impregnada de la alegría simple de la infancia. Aunque su vida se detuvo a los diez años, el álbum es un testimonio eterno de su luz y el impacto que tuvo en mi vida y la de mi familia, recordando que cada momento vivido es invaluable.
El rincón de la luz


En un lugar de la casa, donde la luz del atardecer entra suavemente por la ventana, he creado un rincón sagrado. No es grande, pero contiene el universo entero de mi amor por ti, hijo mío.
Allí descansa una pequeña mesa de madera clara, la misma que alguna vez usaste para armar tus rompecabezas. Sobre ella, he dispuesto tus fotografías favoritas: aquella en la que ríes con los ojos entrecerrados bajo el sol y una más, sencilla, que muestra tu mirada profunda, como si ya supieras secretos del mundo que a mí aún se me escapan.
A un lado, hay una vela blanca. La enciendo cada tarde, no como un rito de tristeza, sino como un faro de tu presencia. Su llama me recuerda que, aunque no estés en forma tangible, tu energía aún arde en cada rincón de esta casa, en cada latido mío.
Te cuento lo que pasó en el día, lo que me hizo reír o llorar, lo que extraño de ti. En otra esquina del altar, descansa tu objeto más querido —tu PlayStation que ahí sigue como si te estuviera esperando para ser encendida.
Este rincón no es de luto. Es de memoria viva. Aquí no hay silencio, sino susurros. No hay oscuridad, sino destellos de lo que fuiste y sigues siendo para mí.
Aquí estás, hijo mío. Aquí vives.

En todo este tiempo...
Mi dolor físico y psicológico era presión en el pecho, taquicardias, insomnio, pesadillas, ansiedad, pérdida del apetito...y aunque no han desaparecido algunos se repiten.
El cuerpo también hace duelo, y aprender a escucharlo es parte del camino.
Lo que nadie te cuenta.
Momentos en soledad
Después de los abrazos, después de las palabras bienintencionadas, lo que queda es la casa vacía y el eco de una ausencia.
Los rayos de sol entran por la misma ventana, pero no calientan igual. Uno se sienta en el borde de la cama y escucha... nada. Ese silencio no es paz, es una presencia sin forma que lo envuelve todo. Ahí es cuando el duelo muestra su verdadero rostro: en la rutina que ya no tiene sentido, en la conversación que no llega, en la risa que no se comparte.
Se camina por la casa como si se pisaran los recuerdos. Cada objeto parece hablar en voz baja, como si también estuviera de luto. Entonces uno se sienta, o se tumba, o simplemente se queda de pie, mirando la nada, sintiendo que el aire se vuelve más espeso con cada pensamiento. En una simple ducha confundes el agua con las lágrimas.
Hay noches en las que el sueño no llega, y la oscuridad se vuelve más densa que nunca. La mente viaja a los momentos compartidos, a las palabras no dichas, a los gestos que ahora duelen por su simpleza. Y se llora. A veces en silencio, a veces con la garganta rota, como si en ese llanto pudiera deshacerse el peso del alma.
Pero incluso en la más honda soledad, el tiempo sigue su curso. Lento, implacable, terco.


El duelo no se supera, se transforma. Y en esos momentos de soledad absoluta, uno empieza a comprender que la tristeza profunda también es una forma de amor que busca dónde quedarse cuando ya no tiene a quién abrazar.

Cuando el mundo sigue y tú no.
Uno de los momentos más extraños del duelo llega cuando la vida continúa como si nada hubiera pasado. Las personas siguen con sus rutinas, los supermercados están llenos, los autos suenan impacientes en los semáforos, y los noticieros hablan de cosas que parecen irrelevantes frente al abismo que uno lleva dentro.
Volver al trabajo, salir a hacer compras, responder mensajes… todo parece una actuación forzada. Son tareas mecánicas que se cumplen con el piloto automático encendido, mientras por dentro algo se siente roto, desplazado, fuera de lugar.
Es una sensación de desconexión: estás en el mundo, pero no formas parte de él. Ves reír a la gente y te preguntas cómo pueden hacerlo. ¿No se dan cuenta de lo que has perdido? ¿De lo que estás cargando? La respuesta, por cruel que parezca, es que no. Cada quien lleva sus propias batallas, y la tuya es solo tuya.
A veces se experimenta culpa al reír de nuevo, al disfrutar algo por un segundo, al olvidar —aunque sea por instantes—Como si sonreír fuera una traición a su memoria. Pero no lo es. Es apenas un reflejo de que la vida, poco a poco, busca abrirse paso incluso en medio de la tristeza.
Este tramo del duelo es silencioso y solitario. No hay flores, no hay visitas, no hay palabras de consuelo. Solo una rutina que se reinicia y te obliga a caminar, aunque no sepas exactamente hacia dónde. Es cuando empiezas a reconstruirte, sin darte cuenta. Día a día, gesto a gesto.
Y quizás ese sea el aprendizaje más sutil del duelo: que la normalidad no es volver a ser el de antes, sino aprender a ser alguien nuevo, alguien que lleva una pérdida consigo, pero también la capacidad de volver a vivir. Aunque cueste. Aunque duela. Aunque tome tiempo.